21 de febrero de 2008

Despertar exaltado

Estábamos los dos durmiendo, una mañana más de las calurosas de Febrero. El ventilador de pie al máximo, las sábanas arrugadas a los pies de la cama, nuestros cuerpos extendidos y livianos de ropa.
Entraba la claridad matutina por la ventana, a través de las hendijas de la persiana de madera. La puerta de la pieza, como siempre, cerrada. Es la única manera de dormir toda la noche, sin sentir las pisadas ligeras de Merlín sobre nuestras cabezas revueltas.
Pero aquella mañana fue diferente. No en el sonar de la alarma de las 7 en punto, ni tampoco en el pesado movimiento del brazo de Hernán para apagar su odioso cantar. Sino en lo que siguió después.
Un ruido extraño, una voz podría decirse, desesperada, ahogada, sofocada, llegaba desde algún lugar más o menos cercano. Uno no atina a reaccionar de manera inmediata ante el primer signo atípico o anormal. Por el contrario, recuerdo que ambos volvimos a acomodarnos, sólo para estirar un poco más el momento inevitable de levantarse para empezar el día.
Pero el sonido volvió a escucharse. Y ya no se podía pensar que provenía de algún departamento vecino. Ese llamado de auxilio llegaba desde el comedor de casa. Y era el gato, sí, Merlín, el que estaba emitiendo desde su garganta toda clase de sonidos de alarma y desesperación.
¿¡Cuántas cosas supuso mi mente en esos instantes, tratando de entender que podía estar ocurriendo allá afuera!? Que si había entrado alguien en casa, con el subsiguiente repaso de si habíamos cerrado las ventanas y la puerta la noche anterior. O si se trataba de una riña con otro gato que, también pudo haberse colado por alguna ventana que por descuido dejáramos abierta. Eso era raro, siempre cerrábamos todo, no sólo para evitar la intromisión de algún hombre araña oportunista, sino también por los nocturnos visitantes voladores que, según comenta la gente del barrio, se acercan desde el parque Rivadavia para hospedarse en los tapa-rollos: los murciélagos. ¿Y si Merlín tenía rabia? Era un poco descabellada la idea, pero ateniéndose a sus gritos descontrolados y angustiosos, podía no ser tan equivocada la suposición.
Mientras esta ráfaga de pensamientos circulaba por mi mente, Hernán se acercaba a la puerta de la pieza, en tanto yo trataba de incorporarme a su lado. Y los gritos de Merlín seguían, a la par de nuestro desconcierto.
Abrir la puerta de la pieza era el siguiente paso, con el temor de que, como una pequeña fiera fuera de control, Merlín se arrojara sobre nosotros. El temor y la incertidumbre nos frenaban, pero algo había que hacer, así que, sin previo aviso, Hernán abrió la puerta. Durante el breve lapso de tiempo en que la puerta estuvo abierta, no pudimos distinguir más que la oscuridad del pasillo que nos lleva de la pieza al comedor. Le insistí a Hernán en que se ponga ropa si iba a salir, no sea que las uñas de Merlín pudieran atacar directamente sobre la piel. Así que después de cubrirnos un poco, e intercambiar algunas palabras, salimos algo atemorizados, al encuentro de nuestro gato, que no paraba de quejarse.
Y nos encontramos con Merlín atrapado en su propio juego, en su propia entretención. Su pata trasera izquierda estaba enredada en el hilo del cual pendía (claro, ya desarmamos este chiche siniestro) una pelotita de tela, con la que solía jugar Merlín. Tal fue el grado de desesperación del animal, que durante sus descontrolados movimientos con el afán de liberarse, arrojó sobre sí una de las banquetas que él mismo usa durante sus extensas siestas de la tarde.
Ya con la situación más clara, la luz prendida y la incertidumbre despejada, usando palabras dulces y serenas, Hernán trató de apaciguar al gato, y se acercó hasta arrancar el hilo del clavo en la pared, no sin una cuota de desconfianza y recelo de la acción que pudiera tomar el felino en su desesperación.
Merlín, libre al fin, salió corriendo hacia el pasillo, y ya sin gritar, se dejó cortar el resto del hilo y la pelota que aún seguían atados a su pata. Se quejó de dolor cuando lo palpamos, pero pronto se recuperó del susto y la desesperación.
Y nosotros, después del sobresalto, comprobamos que fue cierta y lógica la última suposición que expresamos en voz alta, y que nos animó a salir de la pieza para ver que era lo que estaba pasando.
Este acontecimiento mantuvo calmado a Merlín durante unas horas. Pero para cuando volvimos del trabajo, ya era el mismo Merlín de siempre, inquieto, revoltoso y juguetón.

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